Cambiar lo que sientes
El ser humano se acostumbra a todo, incluso a vivir con una piedra en el pecho.
Hay cosas que se entienden. Y no por eso se obedecen.
El saber no siempre arrastra al acto. Y el entendimiento no garantiza la transformación.
Hay cosas que uno sabe. Que sabe de memoria. Que podría repetir dormido. Cosas que le han dicho, que ha leído, que ha pensado cien veces. Cosas que considera verdades como puños. Y, aun así, es capaz de hacer como que no.

Hay ideas que se comprenden de golpe y tardan años en tocar alguna parte del cuerpo. Porque una cosa es saber, y otra (muy distinta) es que ese saber se integre —en el sentido más físico posible— adentro. Que eche raíces. Que deje marca. Que pase de la cabeza al pecho.
Normalmente se cree que con entender basta. Que ver con claridad lo que duele equivale a extirparlo. Como si el mal pudiera disolverse con la sola luz del reconocimiento. Como si bastara con señalar al mosquito para impedir que siga succionando sangre. Como si decir «ya lo sé» alcanzara para que algo empezase a moverse.
Pero no. O, al menos, no siempre.
Entender es —la mayoría de las veces— apenas el primer piso. Lo que transforma es otra cosa.
Y eso llega cuando quiere.
Para que el entendimiento se convierta en gesto hace falta algo más: tiempo, cansancio, o esa forma de agotamiento que quiebra la resistencia sin que uno se dé cuenta.
Porque se entiende con la cabeza, sí. Pero se asume con el cuerpo. Y entre una cosa y la otra hay una brecha —una fisura fina, molesta, casi invisible— que no siempre se cierra con más pensamiento. De hecho, suele pasar justo al contrario: que cuanto más uno intenta razonar más se ensancha el hueco.
Sin embargo, vivimos en una cultura que sobrevalora lo cognitivo y desprecia lo somático.
Así que nos pedimos—a nosotros mismos, al resto— eficiencia emocional. Pretendemos gestionar nuestras emociones como si fueran tareas, esperando que se comporten de forma lógica. Que lleguen limpias. Que entren en fila, como cerdos al matadero. Que no chillen, que no se agiten, que no manchen. Que no desordenen nada. Y, sobre todo, que no molesten demasiado.
Pero pasa que las emociones no son dóciles. Muerden. Salpican. No se dejan encerrar. A veces ni siquiera se sabe por qué llegaron. Porque no viven en la mente; se quedan en el cuerpo.
La ansiedad no se archiva: se hace hueco en el pecho. La culpa no se argumenta: se atraganta.
La tristeza no se ordena: pesa en los párpados. La rabia no se explica: tiembla en las manos.
El miedo no se debate: aprieta la boca del estómago.
Lo cierto es que es difícil razonar con un temblor, así como lo es hacer desaparecer una punzada a base de lógica.
El cuerpo no siempre deja controlar. Le exigimos que se calme porque ya lloramos lo suficiente, porque ya hablamos del tema, porque ya tuvimos ese momento de claridad que creímos suficiente. Como si el cuerpo obedeciera. Pero el cuerpo no siempre obedece. Tiene su idioma, sus tiempos, su forma de hacer.
No se rinde ante epifanías. No se convence con argumentos. Guarda lo que la mente no pudo procesar. Y no lo hace por capricho, sino porque recuerda. Porque es un lugar de experiencia. Un archivo invisible que no se ordena, ni tampoco se borra. El trauma —y no hace falta que sea una gran tragedia; basta con una herida que se repite— no se guarda en la narrativa consciente, sino en la memoria somática. Se queda en los músculos. En la piel. En el estómago.
Puedes haber hecho constelaciones familiares, terapia o journaling, y, aun así, ver una cara, oler un perfume y seguir notando que se te tensa la espalda. Y quizá no sabes por qué. O sí lo sabes, pero da igual: no puedes evitarlo. Porque no todo entra al grito. No todo entra con teoría.
Así que, decirle a alguien que si no cambia es porque no quiere es pegarle un tiro a la ternura. Es no haber entendido nada del dolor humano. Nada de lo que es vivir dentro de un cuerpo. Nada de lo que es ver con claridad y, aun así, no poder moverse. No por falta de voluntad, sino porque lo que se siente no siempre puede someterse.
Y ahí es donde uno se queda muchas veces: en el filo. Justo al borde entre lo que se puede cambiar y lo que no. Entre el riesgo de quedarse atrapado en la autocompasión —terriblemente peligrosa— y la presión de salir adelante como sea, aunque se esté uno arrastrando por dentro.
Yo hace tiempo que entiendo algunas cosas. Bastantes, de hecho.
El mismo tiempo que llevo sin poder asumirlas.
Y eso da miedo.
Porque uno empieza a preguntarse si esto va a ser siempre así. Qué pasa si no se cambia nunca. Qué pasa si esto no se mueve. Qué pasa si me he vuelto experta en entender, pero inútil en transformar nada. Qué pasa si con la conciencia no alcanza. Si solo sirve para iluminar el desastre.
A veces en la propia mente es todo un mundo, un drama. Aunque, por suerte—algunos días— se encuentra algo a lo que aferrarse. Alguna certeza, como que no se trata de quedarse quieto sufriendo. Tampoco de envolverse en la herida como si fuera una manta tibia. Se trata de algo más complejo y más incómodo: sostener la contradicción. Mirar el hueco que separa el pensamiento del gesto y aceptarlo. Seguir mirando. Saber que hay cosas que no puedes cambiar hoy, pero eso no significa que no vayas a poder cambiarlas nunca.
Creo que la solución no es ni rendirse ni forzarse. Es, quizá, encontrar el modo de seguir moviéndote aunque duela, pero sin negar el dolor. Con paciencia.
Paciencia no como un estado blando ni pasivo. No como resignación. Paciencia como trabajo invisible. Como una forma activa de estar en pausa.
No es una virtud tranquila, lo sé. Es fricción. Es desgaste. Repetición. Desvelo. Dolor. Es repetirse mil veces lo que ya se sabe con la esperanza de que el cuerpo —no la cabeza— en algún momento se canse y diga: basta.
Creo que no queda otra. Yo, la verdad, que todavía no he encontrado nada más que sirva.
Hace tiempo que pienso en algo:
Hay una parte de nosotros que no se corrige.
Que no se entrena. Que no mejora. Una traza. Un resto. Un rincón donde la voluntad no llega.
Una parte que no entiende de propósitos ni de planes. No sabe de futuro. Es anterior al lenguaje. Y no se puede domesticar. Vive escondida, pero no desaparece por muchos años que cumplas o por muy encorsetado que estés a lo políticamente correcto. Solo se aprende a disimularla. Y a veces, ni eso.
La mayoría del tiempo se intenta olvidar. Hasta que ya no se sabe cómo reconocerla. Pero tal vez no se trata de eliminarla —quizá no se puede— sino de dejar de aplastarla. De mirarla sin vergüenza. De vivir con ella sin intentar amputarla. De tomarla en serio.
No siempre se puede cambiar lo que se siente. No de inmediato. No con voluntad. Porque sentir no es una decisión. Es una reacción.
Y, sin embargo, eso no significa que no haya salida.
A veces el cambio no empieza con una conquista, sino con una rendija. No es una certeza, es un movimiento leve. Una respiración distinta. Un día en que el cuerpo, sin saber cómo, no se encoge ante lo mismo.
Cuando el cuerpo por fin suelta, no avisa.
Sucede un martes. Lavando los platos. Caminando por la calle. Escuchando una canción.
De golpe: algo cede.
No porque se haya entendido, sino porque se ha vivido hasta agotarlo. Hasta el hartazgo.
Y entonces, el cuerpo cansado dice: «vale, va, ya está».
Y se sabe entonces que algo ha caído, porque el cuerpo deja de reaccionar.
Y ya no hay insomnio, ni nudo, ni espera.
Se sabe que lo que dolía se ha soltado del pecho.
No de la boca. No del pensamiento.
De adentro.
Y no se entiende por qué ahora.
Pero por un momento se siente como si todo remase en la misma dirección.
Cabeza y cuerpo ya no pelean.
Y quizá sea una tregua.
Quizá sea por un rato.
Quizá vuelva todo mañana.
Pero ese rato vale.
Y da igual cuánto dure. Porque la vida va así, a ratos.
Porque ese rato —aunque breve— se siente como una victoria.
Una victoria pequeña. Pero limpia. Pero cierta. Que no es redención. Pero es un respiro. Y a veces eso basta.
nunca se escribe a solas:
Este texto no nace en el vacío. Dialoga —a veces sin saberlo, otras a conciencia— con voces que han pensado el cuerpo, el dolor y la lentitud como lugares legítimos. Hay ecos del trauma inscrito en la piel que Bessel van der Kolk aborda en El cuerpo lleva la cuenta; del cansancio estructural que nombra Byung-Chul Han; de la paciencia como forma activa de habitar la espera, como escribe Rilke. También hay algo de la poesía encarnada de Anne Carson, de las grietas necesarias de Maggie Nelson, de los silencios pesados de Alejandra Pizarnik. No es teoría, no es método, no es autoayuda. Solo es un intento de ponerle palabras al hueco. De acompañarme a mi, a otros. De escribir no para explicar, sino para sostener. De decirle a quien está ahí —en esa espera, en esa contradicción— que no está solo.
Maravilloso texto, Claudia. Es posible que sea lo mejor que te he leído, y te he leído cosas muy buenas.
Me gusta especialmente la parte en la que hablas de que hay cosas que de nosotros que no se corrigen, que no se cambian. Y ese fue posiblemente uno de los descubrimientos más importantes de mi vida - Hay cosas de mí que no me gustan, que me hacen daño, pero tengo que aprender a vivir con ellas.
Cuando hablo con mi gente, a mí me gusta poner especial énfasis en lo relevante que es conocerse a uno mismo. El objetivo de esto no debe ser cambiarlo, sino conocer profundamente nuestras luces y sombras. Quizá habrá algunas que, con tiempo, podamos mejorar levemente, pero muchas otras simplemente tenemos que ser conscientes de su existencia y, posiblemente, prepararnos para cuando decidan manifestarse. Y digo cuando, porque hay cosas que siempre terminan volviendo.
Trauma como herida que se repite. Integrar va más allá. Buscar esas certezas a las que aferrarse. Importante, acompañar, saber que no estás sola. Para mí tus textos son parte de eso tan grande, porque muchas veces, las palabras acompañan, salvan, te abrazan y te hacen sentir, aprehender. Que no estamos solos. Que somos parte de la misma historia. Gracias ❤