Cuando algo insiste
La repetición tiene algo de castigo. Algo de revelación. La repetición es la realidad y la seriedad de la existencia.
A veces pasa: uno quiere A, luego B, y después A otra vez. Más tarde, C. Por dentro todo es movimiento, y el viento sopla en círculos, barre hacia un lado, luego hacia otro, y finalmente se detiene, como mirando hacia atrás, como buscando en su propio trayecto algo que dejó en el camino.
A veces pasa, y la mayoría de las veces no es que uno no sepa lo que quiere, es más bien que lo que se quiere cambia, se tuerce, se disfraza hasta que parece otra cosa, y entonces ya no se sabe más dónde encontrarlo.
Hay momentos en los que surgen situaciones o caminos que parecen líneas torcidas trazadas al azar que desaparecen de repente.
Hay otros, en los que sucede justamente lo contrario: fragmentos que al principio parece que no encajan, después empiezan a insistir. Se imponen, como diciendo: «mírame, estoy aquí» o «puedo seguir aquí si me sigues mirando», o quizá: «me quedaré, aunque no quieras».
A veces ocurre, que una letra se empieza a repetir y se hace hueco en tu vida. Y vuelve una y otra vez, como si fuera un animal herido que se niega a quedarse en el suelo.
No ocurre de golpe, sucede despacio, como cuando el agua que se va filtrando por una grieta en la piedra y empieza a golpear en el mismo punto una y otra vez.
Al principio no lo notas, pero un día te despiertas y te das cuenta de que esa gota, esa insistencia, ha desgastado algo en ti. Ha dejado una marca que se ha instalado ahí, en el borde de los días, como una astilla que no duele todo el rato, pero tampoco desaparece.
La repetición es muchas cosas.
Es aburrimiento, es consuelo, es también una especie de afirmación absurda de que algo —lo que sea— sigue funcionando, incluso cuando el resto no.
Es como un proceso de sedimentación. Como si el mundo —o tu cerebro, o lo que queda de él después de que el mundo le haya pasado por encima durante años— estuviera construyendo algo ladrillo a ladrillo, aunque tú no te des cuenta.
Al principio no importa. El primer ladrillo es irrelevante, el primer golpe no cuenta. El segundo tampoco importa demasiado. Pero llega un punto, después de veinte, cincuenta, mil ladrillos, en el que de repente estás dentro de un edificio. O atrapado en él. Y entonces la repetición ya no es solo repetición.
Es estructura.
Kierkegaard dice que la repetición es la realidad y la seriedad de la existencia. No es una copia del pasado, no es nostalgia ni un intento de retener lo que ya fue. Es el acto de volver a vivir algo, de enfrentarlo de nuevo, y en ese volver, descubrir que ahora significa otra cosa.
Él veía en este proceso de repetir un movimiento hacia adelante —al contrario de lo que se suele pensar—, una manera de reconciliar el tiempo con nuestra existencia, de descubrir quiénes somos no en las grandes epifanías, sino en lo que permanece, en lo que no podemos ignorar.
Y afirmaba: «lo que no puede repetirse no es real».
Y pienso que quizá sí que es un poco así: si hay algo que puedes dejar atrás sin que vuelva a tocar tu puerta, entonces es que tal vez nunca tuvo la suficiente importancia para ti, porque se desvanece, se muere, no ha dejado marca, nunca tuvo peso.
Quizá sea solo aquello que regresa, que insiste, lo que tiene algo de valor. No porque lo queramos, necesariamente, sino porque nos confronta. Nos obliga a mirar y a preguntarnos:
«¿Por qué sigue ahí? ¿Qué significa que algo vuelva una y otra vez mientras todo lo demás desaparece?»
Y en eso hay algo terriblemente serio.
Porque la repetición tiene, entonces, algo de revelación. Mediante ella el tiempo depura lo superficial y nos deja con lo esencial; porque no se trata solo de lo que vuelve, sino también de cómo reacciona uno ante eso. Y esto te obliga a mirar lo que eres, lo que haces, lo que dejas de hacer, sin dejar margen para las excusas.
Si algo vuelve o uno vuelve a ello, si algo persiste, es porque en el fondo lo necesita o lo busca, incluso aunque no sepas que lo hace.
No me parece una idea fácil. De hecho, creo que hasta tiene algo de castigo. Porque nos muestra que no tenemos tanto control como nos gustaría.
Hay una parte de mí —y sospecho que no soy la única— que odia la repetición.
Que quiere que cada cosa sea nueva, fresca, distinta. Pero también hay una parte de mi que entiende que todo lo que importa es repetición, porque es ella la que vuelve mientras se muere todo lo demás. Y la verdad es que es la única manera que conozco de entender.
Hasta ahora no he conocido otra manera de saber lo que me pasa. Es la repetición lo que me hace comprender qué significa cada letra que se cruza por mi vida. Me gustaría no necesitarla, saber siempre hacia dónde quiero ir, pero no me pasa. No soy de las que saben de inmediato, aún no he aprendido a mirar directo, nunca he tenido ese don; así que necesito el eco, la persistencia. Necesito el tiempo, su filtro, su paciencia infinita, para saber lo que realmente quiero, lo que realmente soy.
Un amigo me dijo una vez: «Cuando no sepas lo que hacer, no hagas nada». Así que eso hago. Cuando estoy confundida, me quedo quieta. Aguanto. Miro lo que vuelve. Miro lo que insiste. Y entonces sé. Es lo único que me hace saber.
La repetición es el mundo dándote una pista, tomándose la molestia de insistir entre el silencio o de gritar lo que uno no alcanza a decirse a sí mismo.
Lo que persiste, lo que se queda, lo que no puede ser barrido por los días, es lo que tiene peso.
Así funciona. Así insiste lo que importa.
Muchas veces esa repetición tiene que ver con lo que mora dentro de nuestro corazón y que nos habla acerca de lo que siempre hemos querido hacer. Puede desaparecer por un tiempo, pero siempre vuelve.
Gracias por este texto 😊.
Súper acertado, Claudia. A veces es difícil saber hacia dónde ir y nuestros instintos y la repetición son más sabios de lo que parece.