El miedo no siempre grita. No siempre aparece con la cara desfigurada del pánico. A veces se disfraza de sensatez. De orden. De plan B. De madurez. De decisión razonable. De «esto es lo mejor para mí».
Y uno lo escucha. Lo compra. Lo repite. Lo defiende.
Y entonces parece prudente no hacer.
No decir.
No moverse.
Mientras tanto: el miedo no te impide vivir. Te deja vivir. Pero a medias.
Hay cosas que uno hace para no temblar, no para crecer. Y en el fondo, cuando eso se hace, se sabe: no se está avanzando. Se está huyendo. No hacia algo, sino desde algo. Quizá desde la duda, o desde la posibilidad de que todo lo que uno cree pueda ser mentira. O desde la presión de tener que elegir cuando, en realidad, uno solo quiere quedarse quieto un rato más.
Porque… ¿quedarse quieto se puede? ¿Se permite?
Vivimos tiempos que castigan la duda. Una época que exige certezas. Opiniones. Posiciones claras. Declaraciones rápidas.
Se nos dice: «no elegir también es elegir». «No responder es responder». «No moverse también construye una dirección». O: «hay que saber». «Hay que contestar». «Hay que estar seguro». «Hay que responder cuando preguntan qué quieres hacer, a dónde quieres ir, con quién». «Hay que firmar contratos». «Responder mensajes». «Decir que sí o que no».
Recuerdo la frase de aquella película: «Mientras no elijas, todo sigue siendo posible». Era mentira. Una utopía. Nada espera tanto. Las cosas se mueven, aunque no decidas. Y mientras uno calcula, duda o se demora, todo sigue su curso: los demás eligen, los días pasan, las puertas se cierran.
¿Y entonces?
Nadie nos prepara para esto. Para convivir con la incertidumbre. Para elegir sin certezas. Pero hay que vivir.
Así que uno aprieta el botón. Hace cosas. Firma el contrato. Manda el mensaje. Cambia de ciudad. Se casa. Se va. Se queda.
Escribió Erich Fromm que la libertad, cuando no hay certezas internas, puede ser insoportable1. Que ante el vértigo de decidir, muchos prefieren agachar la cabeza. Que someterse, a veces, es un alivio. Simone Weil lo dijo distinto, pero apuntando al mismo centro: «la necesidad de consuelo ahoga el llamado verdadero2».
Uno no siempre elige lo que quiere. A veces elige lo que puede tolerar. Lo que no exige demasiadas renuncias. Y es lícito, porque aceptar lo otro —lo que contradice, lo que incomoda, lo que duele— implicaría deshacerse un poco. Y el yo no quiere romperse. El yo quiere sobrevivir.
Aunque quizá —pienso— sería oportuno admitirlo.
Admitir que la mayoría de las decisiones no se toman desde la convicción ni desde la certeza. Se toman desde la guerra. La que se tiene en la cabeza. La que se nota en el cuerpo.
Porque adentro suele haber ruido.
Tanto ruido.
Ruido entre lo que queremos y lo que deberíamos querer.
Ruido entre lo que sentimos y lo que nos conviene sentir.
Ruido entre el deseo de libertad y el miedo a perderlo todo si la usamos.
La voluntad —eso que supuestamente usamos para «decidir libremente»— está contaminada. No es neutra. No busca objetividad. A menudo es tan abstracta que no se sabe ni qué es exactamente.
Cuando uno es pequeño, cree que los adultos saben siempre qué hacer.
Cuando crece, se da cuenta de que la vida es un «ya veremos» permanente. Puro ensayo. Nadie tiene el guion completo. Se simula seguridad, pero por dentro se hacen cálculos todo el tiempo.
Quizá la adultez empieza ahí. Cuando te das cuenta de esto: nadie tiene ni idea de lo que está haciendo. Ni tú, ni tus padres, ni tu jefe. Todos estamos, en alguna medida, inventando. Algunos lo disimulan mejor. Nada más.
Yo hace tiempo entendí que no siempre hay que tener certeza para moverse. Que hay decisiones que se toman sin seguridad, sin aplausos, sin mapa. Que uno a veces elige sabiendo que puede salir mal. Que puede doler. Que puede no ser.
Pero igual elige.
Porque esperar estar seguro para actuar es una forma muy lenta de no vivir.
Porque no todo lo que parece sensato nos salva.
Y no todo lo que da miedo es una amenaza.
Yo también finjo. A veces escribo como si supiera a dónde va el texto. Como si me entendiera. Como si tuviera un argumento. Pero muchas veces escribo—o vivo— a ciegas, esperando que algo en el camino me revele de qué se trata todo esto.
No siempre pasa.
Pero da igual.
Sé algo: no saber también es parte del trabajo. De este oficio —el de vivir— en el que, a veces, lo único que uno puede hacer es mirar bien, escuchar mejor, y no apurarse en entenderlo todo. Porque entender, de verdad, lleva tiempo. Ocurre después. A veces nunca.
Así que pienso que quizá el «no sé» pueda ser lo más sincero que tenemos. Que quizá ahí está lo real. No en la seguridad. No en la estrategia. Sino en la honestidad de decir: estoy eligiendo, pero no tengo idea de por qué.
Quizá ese es el acto más libre que existe: No elegir por tener todas las respuestas,
sino por aceptar que nunca las vamos a tener.
Decir «no sé» y apretar el botón igual.
Hacerlo igual. Jugar igual. Vivir igual.
Con el ruido en la cabeza, con las dudas en el pecho y con la esperanza —a veces tonta, a veces sabia— de que algo bueno puede salir, incluso de las decisiones hechas con miedo.
Erich Fromm. El miedo a la libertad. 2005.
Simone Weil. La gravedad y la gracia. 2001.
Jo, me encanta. Como casi todas tus cartas, tan acertadas, tan directas🫂 Eres uno de mis grandes descubrimientos aquí en Substack, Claudia💜 Ojalá nos sigas compartiendo lo que escribes mucho, mucho tiempo más⭐️
Hacerlo igual. Jugar igual. Vivir igual. ¡Me ha encantado!