Miguel Hernández escribió uno de sus últimos poemas desde una celda húmeda, con los pulmones convertidos ya casi en polvo.
Escribió con los restos. Con la tos. Cuando se le moría el cuerpo, pero no el lenguaje. Como quien se sabe derrotado pero no se arrodilla.
Y sin embargo, escribió.


Escribió sobre el amor, la muerte y la vida.
Y yo —que no sé por qué, pero a veces me acuerdo de cosas que no sé por qué me acuerdo— pensé en eso el otro día. Supongo que hay frases que se te meten dentro y empiezan a hacer ruido de fondo.
Y me pregunté entonces por qué escribiría sobre eso justo antes de morir.
Y si, llegado el momento, habría sido posible escribir sobre otra cosa.
Y si, llegado el momento, habría sido posible hacerlo en otro tono.
Vida: primera herida
La vida —dicen, digo yo también muchas veces— es un regalo.
Pero es un regalo con trampa.
Uno que hay que aceptar sin saber qué trae dentro.
A veces, hambre.
A veces, miedo.
A veces, nada.
Vivir es cargar con uno mismo todos los días. Es saber que no siempre hay respuestas. Que el cuerpo falla, que la cabeza miente, que el tiempo arrasa.
En general, parece ser eso que ocurre entre listas de cosas por hacer, pestañas abiertas en el navegador, notificaciones que no contestas, y una sensación persistente (ligeramente molesta, tipo una piedrecita en el alma) de que deberías estar haciendo algo más significativo, o mejor, o al menos más ordenado.
Y sin embargo, nadie —y esto es importante: nadie— parece tener una idea clara de qué se supone que significa «vivir bien».
Algunos se enfocan en la productividad (los que tienen calendarios codificados por colores), otros en el disfrute espontáneo (los que creen que tres copas de whisky o comprarse una Camper les va a curar el vacío), y la mayoría simplemente flota, como si vivir fuera algo que se hace por inercia, esperando que en algún momento el sentido caiga del cielo.
(Y no cae).
Yo, la verdad, cada vez estoy más convencida de que eso que llamamos vida es, más bien, una acumulación de gestos:
Lavarte los dientes.
Contestar con «jaja» a algo que no te hizo en realidad demasiada gracia.
No llorar en público.
Recordar comprar café.
Responder mensajes.
No responderlos.
No perder las llaves.
No olvidarse el cumpleaños de alguien.
Mirar el reloj y decir «ya es lunes otra vez».
Abrazar a tu madre, aunque tengas prisa.
Poner música para sentir algo.
Tardar un poco más en salir de la ducha.
Callarte cuando no sabes qué decir.
Buscar la misma serie por quinta vez solo para no pensar.
Pasar por la casa de alguien y mirar si tiene la luz encendida.
Fingir que no te dolió tanto.
Tener una planta que a veces se te olvida regar.
Un movimiento tras otro que no siempre conduce a algún lado, pero que igual hay que hacer. Un bucle raro donde a veces estás bien, y otras no sabes ni qué haces. Esa rutina absurda que te salva y te ahoga.
Y en el medio, la expectativa de que todo eso —lo mínimo, lo cotidiano, lo repetido— sea suficiente para justificar estar aquí.
No es brillante siempre. Es constante.
Y es, muchas veces, agotadora. Mucho más de lo que se admite en voz alta.
Un esfuerzo inexacto por sostenerse de pie, por encontrar belleza donde no debería haberla. Y a veces —solo a veces— un hallazgo que justifica todo lo anterior.
No siempre duele.
Pero otras sí.
Y aunque no duela, igual deja marcas.
No hay forma de pasar por la vida sin llevarse alguna marca.

Amor: segunda herida
El amor es, probablemente, el fenómeno humano más malentendido, explotado, tergiversado y sobreactuado en la historia de las cosas que nos importan.
Lo que la gente llama amor puede incluir desde codependencia tóxica hasta una conexión real y profunda que no se sabe nombrar, pasando por sexo, apego, necesidad, miedo, cariño y trauma mal procesado.
Amar debería ser algo así como ver al otro con una mezcla de ternura y verdad.
Pero casi nunca es eso.
A veces es solo querer que alguien te vea.
A veces es querer salvar a alguien para no tener que salvarte a ti mismo.
Y a veces, ni siquiera es amor.
Pero lo llamamos así porque decir «estoy solo y tengo miedo» es demasiado honesto para una cita de Tinder.
El amor, si es que existe como cosa concreta, debería ser lo opuesto al cálculo.
Pero todos calculamos.
Nos protegemos.
Y en ese intento por no salir heridos, la jodemos todo el rato.
La verdad es que a veces es maravilloso y a veces es una mierda,
pero casi nunca es neutro.
Te hace decir cosas que no pensabas.
Hacer cosas que no harías.
Se va sin decir por qué.
O se queda sin saber cómo.
No hay mucho que decir sobre eso. Salvo que, cuando se va, deja ruido. Y ese ruido tarda en apagarse.
Hay quienes han querido bien.
Mal.
De más.
De menos.
Y siempre, de algún modo, algo duele.
Muerte: tercera herida
La muerte es lo único seguro.
Y, sin embargo, lo más difícil de pensar sin sentirse como un actor haciendo de sí mismo.
Pensar en la propia muerte genera una mezcla rara: algo entre vértigo y absurdo.
No se sabe cómo.
No se sabe cuándo.
Solo se sabe qué.
Y por eso se evita.
Se habla de otra cosa. Se miran series. Se inventan urgencias.
Pero todos lo sabemos: eso viene.
Un día uno está. Y al otro, no.
Así de simple.
Y lo peor —porque hay algo peor— es que también se van los demás.
Los que uno quiere.
Y ahí ya no hay teoría que aguante. Ni metáfora que sirva.
Hay silencio.
Un silencio lleno de platos que no se usan, voces que ya no suenan, ropa que sigue colgada donde estaba.
La muerte no se supera. Se archiva en alguna parte de la cabeza. Una parte que no se toca mucho, pero que está. Siempre está.
No nos mata la muerte ajena. Pero nos cambia.
Nadie te entrena para eso.
Nadie sabe qué hacer con eso.
Así que se sigue. Como se puede.
Se contestan mensajes. Se hacen chistes. Se sube algo.
Pero se sabe.
Se sabe que en cualquier momento, alguien más se va.
O uno.
Y no hay mucho más que eso.
Quedarse mirando una silla vacía. Tratar de vivir. Tratar de amar.
Con la muerte sentada cerca. Sin decir nada. Pero sin irse.

Debe ser que cuando uno está a punto de irse, no puede escribir sobre otra cosa. Y aunque no se esté yendo, quizá tampoco.
Las tres heridas están. Es lo que hay.
Eso es lo que queda. Eso es lo que pesa. Eso es lo que somos, al final: vida, amor, muerte.
Lo demás— supongo—sobra.
Las mismas tres, para todos. En distinto orden, con distinta intensidad. Pero al final, las mismas.
Amor, muerte, vida.
No hay mucho más.
No hay mucho menos.
Solo eso. Y todo eso.
Todos tenemos las tres.
La diferencia es si las admitimos o no.
Siento que es necesario leerlo cada día. Gracias Claudia!
Brutal