Escribe Hanif Kureishi en Intimidad:
«Ojalá pudiera sentirme satisfecho en mitad de mi vida, tal y como parecen hacer los niños, sin estar constantemente preocupado por el estado de las cosas, por mañana, la semana que viene, el año próximo. Pero desde que tenía catorce años, cuando conspiraba contra mis padres, desde entonces he tenido la necesidad de ver el futuro como una meta. Siempre he necesitado que cada día suceda algo que evidencie algún tipo de progreso y acumulación. No soporto que las cosas se ralenticen, que no haya suficiente intensidad.»
Hay una forma particular de caminar que tienen los niños pequeños cuando salen al recreo. Los he visto. No van hacia ningún lado. Andan como sin propósito, sin destino. Caminan por caminar, con el cuerpo ligero y esas piernas pequeñitas, con la mente ausente de metas. No se dan cuenta de que llevan encima una libertad que, algún día, perderán para siempre. No saben, todavía, que crecer implica olvidar esa forma de andar y empezar a correr hacia un horizonte al que no se llega nunca. Como tampoco saben que implica perder ese estado de gracia o aprender que el amor ya no se recibe porque sí, sino que algún día habrá que ganárselo. Quizá ya hayan empezado a escuchar: «los logros serán la llave de la felicidad». Pero nunca: «hay más de mil puertas por abrir. Esto nunca termina, esto es un laberinto».
En El camino, novela ambientada en la España de posguerra, Miguel Delibes describe este choque en el que se inicia el descalabro entre las expectativas ajenas y la vida que uno desearía habitar:
«Somos pobres, pero tu padre quiere que seas algo en la vida. No quiere que trabajes y padezcas como él. Tú puedes ser algo grande, algo muy grande en la vida, Danielin; tu padre y yo hemos querido que por nosotros no quede».
Daniel se repitió: «Algo muy grande en la vida, Danielín». No acertaba a comprender cómo podría llegar a ser algo muy grande en la vida. Y se esforzaba, tesoneramente, en comprenderlo. Para él, algo muy grande era Paco, el herrero, y algo grande era también su padre, que tres veranos atrás abatió un milano de dos metros de envergadura...
Pero su madre no se refería a esta clase de grandeza cuando le hablaba. Quizá su madre deseaba una grandeza al estilo de la de don Moisés, el maestro, o tal vez como la de don Ramón, el boticario, a quien hacía unos meses habían hecho alcalde.
Seguramente a algo de esto aspiraban sus padres para él. Mas, a Daniel, el Mochuelo, no le fascinaban estas grandezas. En todo caso, prefería no ser grande, ni progresar.
Dio vuelta en el lecho y se colocó boca abajo, tratando de amortiguar la sensación de ansiedad que desde hacía un rato le mordía en el estómago.
Delibes articula aquí una especie de duelo íntimo: la colisión entre el deseo de los padres de trascender la pobreza —un deseo cargado de sacrificio, amor y renuncia— y el anhelo del niño de permanecer fiel a su mundo, a su escala de valores, a su identidad. Daniel no desea progresar porque intuye que ese progreso implicará una ruptura, una traición al vínculo profundo que lo une a su tierra, a su gente, a su manera de ser en el mundo. El sueño de sus padres es su carga; la grandeza le sabe a destierro.
La angustia que lo muerde en el estómago al final del pasaje no es solo la de un niño que teme no estar a la altura de lo que esperan de él, sino la de quien se ve forzado a imaginar un futuro que lo desarraiga, que lo separa de aquello que ama y entiende.
Lo que aquí se nos entrega es una reflexión universal: el conflicto entre las expectativas heredadas y el derecho individual de trazar un camino propio, aun cuando ese camino no aspire a lo "grande".
La ansiedad por el estatus es una cosa rara porque casi nadie habla de ella directamente, aunque todos la tenemos insertada dentro, incluso quien cree que no. El estatus no lo perseguimos porque lo necesitemos, en el sentido de necesitar oxígeno o agua, sino porque se ha incrustado en nuestras vidas como una capa invisible de mugre emocional, esa especie de residuo pegajoso que dejan las expectativas sociales. Lo raro, lo realmente raro, es que nadie parece admitir que carga ese peso sobre los hombros. Es una cosa abstracta, pero con consecuencias físicas: horas extras, ansiedad, cuentas de Instagram llenas de fotos filtradas, noches sin dormir. Es un deseo, pero también una obligación. Es algo que nunca es nuestro porque depende de los ojos que nos miran. Es algo que se supone que debemos querer, aunque nunca nos hayamos detenido a preguntarnos por qué.
Adam Smith decía que todo el trabajo y el estrés de este mundo tienen un único propósito: ser notados, ser atendidos, ser tratados con simpatía y aprobación. Ser tomados en cuenta. Lo que buscamos no es riqueza ni poder, sino el amor que creemos que estos traerán consigo. Todo —el coche lujoso, la casa enorme, el título universitario, el currículum, la chaqueta de marca— tienen un único objetivo: el reconocimiento. Porque en algún lugar profundo de nuestra psique, todavía somos niños que levantan la mano en clase esperando que alguien nos diga que lo estamos haciendo bien.
Este es un deseo tan viejo como el mundo, pero la modernidad lo ha convertido en una carrera sin fin y las redes sociales han convertido esta trampa en espectáculo. Ahora se vive en una constante comparación con los demás, lo que genera una insaciable necesidad de acumular símbolos externos de valor continuamente. Desde nuestras pantallas, miramos vidas ajenas que parecen más plenas, más perfectas. Mejores. Nos comparamos, y siempre perdemos. “¿Estoy viviendo mi vida al máximo?”, nos preguntamos. La respuesta, casi siempre, es no.
Alain de Botton escribió que toda vida está marcada por dos grandes historias de amor. Una, la del amor romántico, que es pública, legítima y aceptada. La otra, más secreta y vergonzosa, es la del amor en el mundo. Y dice que ese amor se traduce en reconocimiento, admiración y estatus.
Él afirma que vivimos para esa segunda historia, que nos desgastamos por ella. La alimentamos con logros y con sacrificios. Un sacrificio que siempre acaba por ser desmedido porque nuestra ambición no conoce límites. Empieza como una chispa y acaba en incendio.
Somos, casi todos, como Ícaro, que siempre quiere más: volar más alto, llegar más lejos. Y como Ícaro, no reconocemos el peligro hasta que la cera de las alas empieza a derretirse.
Esta misma idea atraviesa las canciones de nuestro tiempo cuando se intenta descifrar este malestar.
Canta cruz Cafuné:
«Si hablamos en futuro/ peleamos por las cosas más sencillas/ que no quieres visón, no quieres la mansión, no quieres joyería/ ni que mis planes y prioridades/ sean los únicos motivos que me separan de ti/ pero es que no entiendes que lo que hago también es por ti»
Escribe C. Tangana:
«Yo antes era bohemio/ pero tu amor me ha cambiado/ Y ahora quiero triunfar y ganar/ y salir en la tele y la radio/ Es un veneno que llevo dentro/ en la sangre metido/ que va a hacer que me mate/ sin que me hayas siquiera querido/ Lo hice por ti»
Rels b:
«Dime, de qué sirve toda esta ambición/ si al llegar no tengo con quien compartir»
Alba Moreno es aún más explícita:
«Con tanto tiempo ocupado y tanta ansiedad/ con el amor que te tengo/ y sin estar a tu lado /no nos precipitemos/ aún queda mucho trabajo/ Yo te quiero/ pero tengo que producir»
Carlos Catena:
«¿Quién es capaz de un amor tan grande/ después de trabajar ocho horas?»
Hoy pasa que las aspiraciones personales entran en conflicto con lo que se siente y con la áspera realidad de la vida cotidiana. Nos pedimos demasiado. Los horarios imposibles para optimizarnos al máximo y el culto a la productividad sobreponen el éxito a los otros. Nos falta la energía, la capacidad de atención, el tiempo.
Las dos grandes historias de amor de las que nos habla De Botton chocan entonces, generan tensión. ¿Se puede tener todo?, no lo sé.
Lo que sé es esto: empieza a existir entre las personas una distancia que se hace insalvable. Y es cruel, paradójico, que aquello que hacemos para conseguir amor –trabajar más, ser más atractivos, más exitosos, más deseables– acabe, precisamente, matando al amor. Lo asesina lentamente, lo asfixia, lo aparta.
Si este estado de alienación se prolonga demasiado, si se vive más tiempo del que toca desconectado de uno mismo, si se consagra la vida al progreso propio, llegará tarde o temprano el arrepentimiento, como le pasa a Iván Illich, el personaje de Tolstoi, cuando se encuentra a las puertas de la muerte:
«Ese cargo mortífero y esas preocupaciones por el dinero… y así un año, y otro, y diez, y veinte, y siempre lo mismo. Y cuanto más duraba aquello, más mortífero era. Era como si bajase una cuesta a paso regular mientras pensaba que la subía. Y así fue, en realidad. Iba subiendo en la opinión de los demás, mientras que la vida se me escapaba de los pies… Y ahora todo ha terminado, ¡y a morir!»
El estatus es una losa que entierra vivos a los hombres. Es una idea que cruje en la médula del ser humano, una fiebre que lo pone de rodillas. Pienso algo: cada vez que vivimos para el aplauso morimos un poco por dentro.
Ay, pero ¿Qué sería de nosotros sin nuestras expectativas de logro?
El trabajo puede ser, sí, un camino hacia la satisfacción personal, un espacio donde la competencia nos empuje a ser mejores, a superar nuestros límites, a sentirnos vivos. Pero enrolarnos en esa competitividad para llegar más alto también puede ser, y tantas veces lo es, una trampa que consuma nuestras horas de vida. Porque somos competitivos, es cierto, pero también somos otra cosa: seres hechos para el ocio, la creación, el disfrute compartido, la simpleza. Sin cooperación, nuestra especie no habría alcanzado su desarrollo actual. La jornada de 8 horas, los derechos conquistados con sangre y sudor, no nacieron de la generosidad de los poderosos, sino de una lucha que entendía, en el fondo, algo simple: que trabajar no debería ser una condena, sino una parte de la vida, no la vida entera.
Y, sin embargo, nos hemos empeñado en darle la espalda a esas verdades, como si hubiera algo de vergonzoso en vivir desde un sentimiento de suficiencia, en no quererlo todo. Como si fuese más absurdo no autoexplotarse que hacerlo.
El costo de esta dinámica es evidente. Para muchos, el trabajo, esa fuente central de felicidad, se convierte en un intruso permanente en sus hogares, afectando tanto la vida personal como familiar.
¿No es este un precio demasiado alto por alcanzar un estatus deseado?
¿No obstaculiza esto nuestra tranquilidad mental, necesaria para lograr cosas verdaderamente extraordinarias?
Es difícil que la creatividad tenga lugar en un horario tan sumamente planificado.
Lo sé. Que todo esto es fácil de escribir y casi imposible de practicar. La trampa del estatus es precisamente que siempre parece estar un paso más allá. Es el horizonte en un desierto interminable. Y pasa que incluso cuando lo sabemos seguimos caminando.
Tal vez, entonces, la solución no esté en abandonar la ambición, sino en redefinirla. Vivir con menos —menos expectativas, menos objetos, menos presiones— no supone renunciar al deseo, sino liberarse de la esclavitud del "deber ser". Quizás no se trate de conquistar, sino de renunciar. No de volar más alto, sino de aterrizar. Yo la verdad que he dejado de ver ese estilo de vida como un retroceso. Ahora lo veo como un replanteamiento: una declaración de independencia frente a un sistema que nos obliga a consumir más de lo que necesitamos, a trabajar más de lo que podemos, a competir más de lo que deseamos. A veces siento la tentación, pequeña y absurda, de imaginar una vida más simple: un amor sin condiciones, un trabajo que no nos devore, un tiempo que no sea mercancía.
La respuesta, quizá, no está en el cambio radical ni en la negación de nuestras aspiraciones, sino en aprender a distinguir entre lo que deseamos desde dentro y lo que nos imponen desde fuera. Hay que limpiarse un poco el polvo. Y creo que aquí es donde se encuentra el verdadero reto, en mirarse por dentro y desbrozar el verdadero deseo.
Bronnie Ware, una enfermera de cuidados paliativos, recopiló los arrepentimientos más comunes de los moribundos. Ninguno decía: “Ojalá hubiera trabajado más” o “Ojalá hubiera ganado más dinero.” Lo que decían era esto: ojalá hubiera pasado más tiempo con quienes amaba; ojalá hubiera sido auténtico; ojalá hubiera sido feliz.
No debemos abolir la ambición, no podemos, porque aspirar a algo mejor forma parte de nuestra naturaleza, pero me parece innegable la asunción de que esa ambición necesita un marco humano, tangible, conectado con nuestras verdaderas necesidades.
No sé, al final, no se trata de ser otro, sino de ser, simplemente, quienes somos. Sin adornos, sin tantas máscaras, sin comparaciones.
Quizá sea hora de aprender a andar de nuevo.
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Claudia, gracias por escribir esto. No podía estar más de acuerdo (en TODO) contigo. Hace años que llevo pensando sobre esto, pero sin ordenar las ideas tan bien como tú. Me ha encantado cómo has ido hilando una reflexión con la otra, hasta abarcar todas las facetas de este complejo tema.
Y, de hecho, la intuición de todas estas problemáticas sociales que mencionas es lo que me empujó, hace unos 15 años, a marcharme de la ciudad al campo, y empezar a vivir de otra manera.
Pero es sólo ahora, en retrospectiva, que me doy cuenta de de cuántas cosas estaba huyendo. No sólo era del estrés de la vida en la ciudad, sino de todo el paquete de mentalidad y estilo de vida propio de este Sistema.
Me hace tan feliz encontrar a gente que, sin pretenderlo, valida mis sentimientos sobre lo que no me gustaba de estar dentro de la rueda del hámster... GRACIAS. Llevo mucho tiempo sintiéndome "la rara" o "la loca" por mis elecciones de vida, pero hoy me siento un poco más comprendida, aunque ni me conozcas. 😌🙏
wow, gracias por este texto Claudia ❤️
toco muchas fibras de mi corazón, y ha validado mis pensamientos nocturnos. me ha encantado eso de que “no se trata de volar más alto sino de aterrizar”
Gracias por escribir