El amor es un animal extraño. No siempre muerde donde sangra. A veces hiere donde creías estar a salvo, o deja intacto el lugar del dolor mientras destruye todo lo demás. A veces se retira, se encierra, se asfixia a sí mismo. No siempre se explica, ni siempre se entiende. Hamlet lo sabía. Ofelia lo sospechaba. Pero entre sospechas y certezas hay un abismo donde el amor y el dolor hacen su nido.
Lo que pasó entre Hamlet y Ofelia no fue solo amor que se retiraba: fue algo más grande. Pero no nos adelantemos.
Ofelia caminaba por los pasillos despacio. Se movía entre las cosas —las sillas, las mesas, los espejos— como si el mundo fuera un lugar frágil que no le pertenecía. Había en su andar una economía precisa, una renuncia a ocupar más espacio del estrictamente necesario. La gente la veía pasar y se apartaba, no por miedo, sino por una intuición casi primaria: algo en ella parecía a punto de romperse, como un vaso que ya tiene la grieta pero todavía sostiene el agua.
Nadie sabía qué le pasaba a Ofelia. Ni siquiera Ofelia. No es que estuviera loca, al menos no en el sentido clínico, al menos no desde el principio. Decían que estaba enferma, que estaba triste. Que había nacido con la melancolía enquistada en los huesos. Que la tragedia no le había llegado desde fuera, sino que la llevaba dentro, colgada como un órgano más. Que había en ella una especie de cansancio, una textura desgastada en su forma de hablar o de mirar, como si llevara una carga invisible que no podía soltar porque ni siquiera era consciente de que la estaba llevando. Pero nadie estaba seguro. Sus padres, gente seria y distante, hablaban de ella con una mezcla de ternura y desconcierto, como si no supieran muy bien cómo había llegado esa criatura a sus vidas. «Siempre fue así», decían. «Siempre fue distinta».
La cuestión con Ofelia —si es que hay una cuestión y no simplemente un intento desesperado de encontrar lógica en algo que tal vez no la tiene y nunca la tuvo porque, en última instancia, ni las personas ni los personajes funcionan como ecuaciones matemáticas y, a veces, ni siquiera como relatos lineales— es que siempre parecía estar en un lugar distinto del que estaba, incluso estando ahí, como quien espera algo que sabe que no va a llegar pero aún así se queda quieto.
Entonces apareció él. Hamlet.
El príncipe maldito.
Y su amor.
Y después su abandono, con esa crudeza que no es solo la de alguien que rechaza, sino la de alguien que usa al otro para rechazar al mundo.
Ocurrió así, en el Acto III, Escena I:
Ofelia: Mi señor, tengo recuerdos tuyos / que he deseado largo tiempo devolverte. / Te ruego ahora que los recibas.
Hamlet (responde bruscamente): Yo nunca te di nada.
Ofelia (insiste, con tristeza): Mi noble señor, sabes muy bien que lo hiciste; / y con ellos, palabras de un aliento tan dulce / que hicieron las cosas más ricas: perdido su perfume, / tómalo todo de nuevo; porque para la mente noble / los regalos pierden valor cuando quien los da se vuelve cruel. / Ahí los tienes, mi señor.
Hamlet (burlón y despiadado): ¡Ja, ja! ¿Eres honesta? / …Te amé una vez.
Ofelia: En verdad, mi señor, me hiciste creerlo.
Hamlet: No debiste haberme creído; porque la virtud / no puede inocularse en nuestra vieja raíz / sin que sintamos su mal sabor: / No te amé.
Ofelia llegó hasta él con las manos llenas de recuerdos, como quien limpia una casa para poder habitarla. Quería cerrar la puerta con dignidad. Pero Hamlet no se lo permitió. No podía porque, en realidad, no la veía. Tenía los ojos llenos de rencor. No hacia ella, sino hacia Gertrudis, su madre, quien con su apresurado matrimonio con Claudio había destruido todo lo que Hamlet creía sobre el amor y la fidelidad. Ofelia, en ese momento, era solo otra mujer más que posiblemente lo acabaría traicionando. Y su amor, solo una deuda que ya no podía pagar, porque la herida de su alma había crecido tanto que cualquier intento de consuelo parecía una ofensa, un insulto.
¿Quién era él?
Hamlet era un hombre al borde de la locura, un hombre que no duerme, que no piensa con claridad. Un hombre que ya no reconoce el rostro de su madre ni el reflejo en el espejo. Un hombre que había perdido a su padre —cuya muerte lo había arrancado de sí mismo y lanzado a un lugar oscuro desde donde ya no podía volver— y que vivía bajo la sombra del asesinato, la traición y el incesto, alguien que sabía que amar a Ofelia era un lujo que no podía permitirse. Una fragilidad que no podía permitirse.
¿Quién era ella?
Ofelia era una muchacha dulce, joven, que seguía regando flores que ya estaban muertas. Una muchacha que no sabía —no podía saber— que Hamlet ya no era Hamlet. Que su amor, antes tierno, antes lleno de promesas, había sido consumido por un odio más grande que todo lo demás. En algún punto, Ofelia pensó que podría salvarlo o acompañarlo, al menos, compartir el peso de lo que fuera que lo estaba destruyendo. Lo que tampoco sabía ella, —y esto es importante, porque casi nadie lo sabe hasta que es demasiado tarde— es que intentar salvar a alguien que no quiere ser salvado es como intentar recoger agua con las manos: terminas empapado hasta los codos, pero vacío del todo. Lo que no sabía Ofelia es que, normalmente, la gente que quiere salvarse se salva sola.
Hamlet no rechazó a Ofelia porque no la amase. La rechazó porque su amor era un hilo que lo ataba a un mundo que ya no soportaba. Porque ella era la última cosa viva, la última posibilidad. Lo hizo porque ella representaba todo lo que él había perdido: la paz, la inocencia, la ilusión de un futuro abierto todavía.
Por eso le dijo que no.
Aunque después, frente a su tumba (en el Acto V, Escena I) él diría: «Amaba a Ofelia; / cuarenta mil hermanos, con todo su amor, / no podrían igualar el mío».
Pero a ella no le dijo eso, a ella le dijo: «No te amé».
Por eso le dijo que no; por eso lo hizo con la violencia y la crueldad de quien piensa que debe destruir para no ser destruido.
Ofelia no entendió nada. Nadie lo entendió. Para ellos, Hamlet era cruel, simplemente cruel, y su rechazo era una forma de humillarla, de destruirla. Pero si mirabas con cuidado, podías verlo: la herida estaba en él, no en ella. Hamlet estaba huyendo. Estaba huyendo del único vínculo que todavía lo ataba a la vida. Él sabía que si destruía a Ofelia, si la hería tanto que ella jamás lo buscase de nuevo, entonces podría seguir siendo el hijo furioso, el hombre roto, el príncipe que debía vengar a su padre. Porque para él eso era más importante que todo lo demás. Porque el amor no basta y no tiene espacio cuando el dolor ocupa todos los rincones. Porque el amor no puede florecer en un terreno envenenado.
Por eso le dijo que no. Y por eso, al final, Ofelia se dejó ir. Y Hamlet, al perderla, perdió también la última oportunidad de ser algo más que un príncipe maldito.
El amor es un animal extraño que, a veces, se devora a sí mismo.
Hamlet no rechaza a Ofelia, rechaza la posibilidad de ser sanado. 💚
Este texto me llevó, volando, a muchas conversaciones de terapia, y a una pregunta en especial: ¿quiénes somos cuando dejamos de ser lo que creemos que somos? Suena enredado, pero es justo es: ¿quién es Hamlet si deja el personaje malo y si para hacerlo debe dejar la razón de su vida que era la venganza y el dolor? Me gustó mucho este texto ☺️