A veces el cuerpo está quieto, pero la cabeza corre como si llevara días de retraso. Como si tuviera que recuperar terreno perdido.
Y lo que pasa cuando la mente corre así —con ese zumbido entre ansioso y desesperado— es que no hay una idea clara, o única, o importante, sino un enjambre en el que los pensamientos se acumulan, se pisan entre sí.
Hay una lista —siempre hay una lista—: cosas por hacer, cosas que faltan, cosas que se podrían mejorar si uno fuera más disciplinado, más valiente, si estuviera menos cansado.
Mientras tanto:
Se trabaja. Se produce. Se avanza. Se entrena. Se rinde. Se tacha. Se cumple. Se responde. Se ordena. Se planifica. Se proyecta. Se ocupa cada minuto del día.
No se para, porque si esto se hace —si uno, por ejemplo, apaga el teléfono, mira por la ventana, se queda en silencio— aparece lo otro.
Lo que había sido enterrado empieza a subir a la superficie: el vacío, o el miedo, o todas esas preguntas.
O el «no sé qué quiero».
O el «debí haberme quedado un rato más» o el «debí haberme ido antes».
O el «esto no era lo que quería».
Todo eso que no se dice. Todo eso que se tapa con movimiento. Todo eso que se parchea.
Y entonces —mecanismo automático, incorporado, casi fisiológico— se sigue. Se acelera. Se agendan más cosas. Se inicia un proyecto. Se finge entusiasmo. Se hace un curso. Se limpia la casa. Se reordena el armario. Se revisan correos a las once de la noche. Se produce más. Se rinde más. Se ocupa todo.
Y así: La productividad se vuelve un refugio. Una defensa. Una forma elegante de no mirar. De no sentir. De no preguntar. Una forma socialmente aceptada de anestesia, aparentemente útil, moralmente correcta.
Y así: El cuerpo se convierte en una máquina. Se lo usa para llegar, para correr, para aguantar. Pero no se lo escucha. Se le exige. Se le aprieta. Se le calla.
Y así: Todo se mide. Todo se optimiza. Se piensa que todo tiene que servir para algo. Incluso el descanso. Incluso el placer. Incluso el dolor.
Y cuando algo no sirve, se desecha. O se tapa. No se soporta lo improductivo. El llanto sin motivo. El cansancio sin causa. El silencio. El deseo que no encaja.
Mientras tanto:
Uno se justifica, se dice: «Es lo que paga las cuentas». «Es lo que hay». «Es lo que toca».
Se hace todo por dinero. Se trabaja por dinero. Se aguanta por dinero. Se posterga por dinero. Se renuncia por dinero. Se dice que sí por dinero. Se tragan las palabras, se soporta al jefe, se negocia el tiempo por dinero. Se justifica uno con eso. Y a veces es cierto. Pero a veces no. A veces es una forma de no hacerse cargo. De no mirar lo que está roto. De no admitir que uno podría quizá vivir con menos —más es mejor solo a veces—, de no admitir que se está pagando la supuesta libertad con pura esclavitud. De no decir en voz alta que el coste, en realidad, está siendo demasiado alto.
Dijo una vez Antonio Gala que la vida es un buffet en el jardín y que hay que estar en el jardín a la hora. Que hay que tener cuidado con las tareas secundarias, porque corremos el riesgo de llegar cuando ya se han levantado los manteles. «La vida no es mañana, el amor no es mañana, lo trascendental nunca es mañana. Siempre es ahora, siempre es aquí. La opción que se nos brinda no es si queremos jugar o no, no es si preferimos unas cartas a otras. Tenemos que jugar, la libertad reside en cómo: eso sí que depende de nosotros».
Pienso en eso: siempre se trata del cómo. Ahí es donde caemos casi todos. Nos enredamos justo ahí: en lo secundario.
Leo a Javier Gomá, que escribe: «Vivir es el arte de elegir la forma de tu cansancio futuro». Tiene razón. El cansancio está, o llegará pronto, es un hecho: como la muerte, como la soledad. Al final del día, antes de acostarnos, y al final de la vida, durante la vejez, estaremos cansados. Esto no puede evitarse. Somos libres solo para elegir con qué o con quién.
Uno siempre se desgasta. La cuestión es cómo quiere hacerlo.
Hay días en los que uno vive gestionando. Cumpliendo con lo que se espera. Y hay veces en las que uno se pregunta cuánto de eso se elige, cuánto de eso se hace por inercia o miedo.
Yo, la verdad, no tengo del todo claro cómo se hace.
Cómo se elige lo importante sin enredarse en lo urgente.
Cómo se vive sin estar corriendo todo el tiempo atrás de algo.
Cómo se escucha el cuerpo.
Cómo se dice que no sin culpa.
Cómo se baja el ritmo sin miedo a quedarse atrás.
Pero empiezo a intuir que no se trata de hacer más, sino de mirar mejor.
De no dejar pasar lo que importa por estar ocupado con lo que no.
De frenar un momento antes de responder.
De quedarse un rato más donde hay algo que tiembla.
De preguntarse con sinceridad: esto que hago, ¿lo elijo o solo lo repito? ¿Lo vivo o lo soporto?
No sé si hay respuestas claras. Pero sí sé que hay señales. Y cada vez que las ignoro, algo en mí se apaga un poco. La vida me brilla un poco menos.
Pienso en algo: no quiero llegar al final con todo hecho pero vacía de sentido.
No creo que se trate de morir lleno. Al menos, no lleno de cosas. Quizá se trate, más bien, de llegar habiéndolo dado todo. De morir vacío.
De haber sudado el alma. De haber llegado al final sin cosas por decir, sin ternuras no usadas, sin reservas en el tanque. Con las manos sucias de haber hecho. Con la garganta rota de haber dicho.
Porque, si hay algo que da miedo de verdad, no es morirse.
Es morirse sin haber vivido.
Es llegar cuando ya se han levantado los manteles, porque entonces ¿para qué servirá tanto pan?
"La vida no debería ser un viaje hacia la tumba con la intención de llegar a salvo con un cuerpo bonito y bien conservado, sino más bien llegar derrapando de lado, entre una nube de humo, completamente desgastado y destrozado, y proclamar en voz alta: ¡Uf! ¡Vaya viajecito!" (Hunter S. Thompson). Gracias Claudia.
El sayal de muerto, decía mi abuela, no tiene bolsillos.
Gran texto.