Hay días que parecen no decir nada. Ni simbólico, ni literal, ni emocional. Días que no traen nada nuevo, ni bueno, ni trágico, ni siquiera mínimamente interesante. Un poco de viento. Una luz gris.
No hay música. No hay relato. Solo el zumbido de la cafetera, el bostezo mecánico del ascensor. La misma conversación de siempre.
Días en los que uno se levanta, mira el móvil —como quien busca una señal que no va a llegar—, pone agua para el café y se sienta a la mesa con esa mezcla extraña de apatía y funcionalidad que, si no se mira de frente, acaba devorando el 80% de la jornada.
Recuerdo una película.
Un hombre puede volver al pasado. No a cualquier momento, no al pasado entero: solo a lo que ya vivió. Solo a lo suyo.
Se llama Tim. Es su don, su herencia familiar. Un día, su padre se lo dice. Y entonces él empieza a hacerlo: entra en un armario, cierra los ojos, aprieta los puños, piensa en el momento, y aparece ahí.
Al principio, Tim lo usa para hacer lo que haríamos todos: corregir. Pulsar el botón de rebobinar para no decir esa estupidez, para besar antes, para evitar el dolor.
Pero con el tiempo, entiende que la vida es un sistema de piezas que apenas encajan. Que tocar una cosa es cambiarlo todo.
Una vez intenta salvar a su hermana. Evitarle el choque, el desastre, el dolor. Lo logra. Pero al volver al presente, encuentra algo distinto: su hija ya no es su hija. Tiene otro rostro. Otra historia. Porque —aunque se olvide— cada ser humano es el resultado de una casualidad irrepetible: un óvulo, un espermatozoide, una hora exacta. Basta con que algo se mueva un milímetro —una palabra, una espera— para que sea otra cosa.
Entonces el padre propone algo más blando. Más difícil: Volver no para corregir. Volver solo para estar. Para vivir el mismo día dos veces. Una con distracciones. Otra con atención. Sin desprecio por lo ordinario. Se lo propone para que se deje asombrar. Para que se saque de encima esa seriedad absurda —como si eso fuera madurez, como si eso fuera vivir— con que a veces cargamos lo cotidiano.
Y funciona. La vida se le llena de momentos diminutos que parecen pequeños en el gran engranaje de las cosas, pero no lo son. La salpican de alegría. De belleza. De amor.
Después, la noticia terrible: papá tiene cáncer. Y no hay viaje que lo cure.
Es grave, pero Tim puede seguir viéndolo. Robarle días a la muerte. Volver al pasado y tenerlo. Sentarse a charlar. Caminar juntos. Hasta que pasa algo más.
Mary —su mujer— le dice que espera otro hijo. Y entonces lo entiende: cuando nazca ese hijo, ya no podrá volver más.
Y entonces elige. Ya no vuelve más.
Ahora Tim es como nosotros.
Su vida no tiene magia.
O sí.
Depende de cómo se mire.
Al final, dice: «Ya no viajo al pasado en absoluto. Ni siquiera por un solo día. Simplemente intento vivir cada día como si hubiera regresado deliberadamente a él, para disfrutarlo como si fuera el último día completo de mi extraordinaria ordinaria vida.»
Y aclara:
«Todos estamos viajando a través del tiempo juntos, cada día de nuestras vidas.
Lo único que podemos hacer es dar lo mejor para saborear este viaje asombroso.»
Pienso en eso.
A veces creo que no sabemos estar. Que habitamos el tiempo como si fuera una sala de espera: mirando hacia lo que viene, repasando lo que pasó. Rara vez aquí. Rara vez ahora. Como si el presente fuera un peaje.
No nos damos cuenta de que no hay otro lugar que el instante. Que cada instante es único, irrepetible, fugaz. Que la duración verdadera —esa en la que todo importa— no se estira ni se cuenta: se siente. Se vive con el cuerpo. Y que cada minuto es, en realidad, un pacto con la pérdida. Atravesarlo es dejarlo ir, asumir que en nada se disuelve. Lo sabemos tarde. Siempre tarde.
Y luego, cuando por fin se sabe, uno piensa que hay días a los que se volvería no para cambiar nada, sino para estar un rato más. Para mirar sin apuro. Para escuchar con menos ruido en la cabeza. Para no distraerse.
Pero no se puede. La verdad será cualquiera. Lo preciso es el instante que se va. El tiempo no deja dobleces. No hace copias de seguridad. No repite escena.
Leo a Cioran. No sé si debería. Pero lo hago igual. Hay algo en su forma de nombrar la muerte que ordena, que empuja, que obliga a mirar lo que no se quiere ver. Él me recuerda que el final —el nuestro, el de los otros— es lo único que puede enseñarnos a estar vivos. No hay apuro posible frente a eso. No hay respuesta. Solo estar. Mirar. Cuidar lo pequeño como si fuera sagrado. Porque lo es.
Y hace tiempo que trato de hacer eso. De no salir corriendo. De no dejar pasar. De quedarme cuando la escena parece menor. Lo hago porque he visto cómo te cambia la vida cuando prestas atención. Porque sé que a veces el precio de no mirar es no volver a ver. Supongo que muchas veces se escribe para eso. Es el intento torpe y humano de detener lo que no puede detenerse—más a modo de homenaje que de control—, de atrapar el tiempo mientras se escapa.
Pienso que si hay algún truco que valga, quizá sea ese: aprender a mirar mejor. Tratar de ver antes de que se pierda. No es una técnica de productividad, pero sí un acto de amor. A veces estos también sirven para algo.
Aun con eso, sin embargo—porque siempre hay un sin embargo—, conocer el truco y el valor de esta acción no hace que sea algo fácil. Sé que suena bien lo de vivir el momento. Bonito para una taza o en un mantra en las redes. Pero hacerlo —de verdad, con el cuerpo entero, sin escaparse por la cabeza, sin armar castillos imaginarios sobre lo que podría ser, sin anhelar otra cosa— creo que es, probablemente, una de las cosas más jodidas que existen.
No sé si alguien puede hacerlo siempre. Si hay alguien así, debe ser una rareza estadística. Un monje. Un titán. Un dios o algo parecido. Porque la mente no está hecha para quedarse en el presente. Está diseñada para recordar y anticipar. Para repasar lo que hicimos mal y simular lo que podría salir peor. Para pensar en lo que fue. O en lo que falta. Así que creo que se debe considerar que este intento—el de mirar mejor, el de no dejar pasar— no es una consigna, ni una fórmula, ni una promesa. Se parece más a una pelea silenciosa contra la cabeza, contra la expectativa, contra el miedo. Es algo así como un gesto. Una práctica inestable. Una fe sin garantías. Algo que se prueba y a veces sale. A veces no.
Pero es algo que vale la pena, porque cuando sale —aunque sea un segundo—, uno siente que alcanza. Que es suficiente.
Hay días que parecen no decir nada. Pero a veces —y solo a veces— uno recuerda. No los viajes, no las fiestas, no los momentos que se exponen en Instagram. Sino ese domingo de resaca en que alguien cocinó sin decir palabra. La mirada que entendía. El día en que nadie gritó. La mano que se apoyó en la espalda justo cuando hacía falta. El silencio cómodo. El día gris en que su hermano le hizo reír. El día que papá le cortó la fruta. El instante en que fue feliz sin saberlo.
Y entonces uno piensa que, a veces, lo que parecía nada, era todo.
La vida —al menos la que importa— suele esconderse en lo invisible. En lo no urgente. En lo que pasa sin hacer ruido. Lo importante, muchas veces, anda disfrazado. Hasta que falta. Hasta que no vuelve.
Así que hoy —no es tarde, todavía— quizá, con esto en la cabeza, se pueda vivir este día como si fuera el segundo.
Como si ya se hubiera vivido y se supiera lo que vale.
Como si este día sin argumento fuera una segunda oportunidad, o la última. Procurando que no haga falta un después, quizá no lo haya.
Viviendo como si tampoco hiciese falta.
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Leer tu texto es como sostener un espejo ante el tiempo que se escurre entre los dedos. Esa batalla entre la distracción y la presencia, entre lo que vivimos y lo que dejamos pasar, está en cada gesto inadvertido, en cada mirada que no registramos hasta que es ausencia. Lo invisible se vuelve tangible cuando el instante se observa con la conciencia de su fugacidad. Gracias por recordarnos que lo extraordinario siempre estuvo en lo ordinario, solo que a veces olvidamos mirar.
"Para no perderme demasiado, usaré una brújula que nunca me ha decepcionado: el miedo." Alessandro Baricco
y lo relaciono con el miedo de no perderme en lo cotidiano, de ver y estar presente en cada momento.
Gracias !